Más allá de las palabras

18 enero 2007

Interrogantes


Borja tiene un problema. Un problema sin nombre y lo que más le preocupa a él, sin aparente solución.

Era miércoles, mediados de Enero. Un invierno raro, excesivamente cálido. Sentado en el último vagón de un metro impoluto, rodeado de un par de ancianas, varios extranjeros con mochila y algún niño perdido, escuchaba canciones. Él creía que todo lo que en ellas se decía estaba destinado a él. La sensación de haber pasado a ser el centro de todas las letras y melodías que penetraban en sus oídos se había acomodado allí mismo, en ese mundo que separa el auricular de lo que a nuestra imaginación le da por confabular.
Al llegar a la estación de García Noblejas, Borja dejó el asiento que en ese momento ocupaba, a una mujer canosa y entrada en años, que complacida por aquél gesto, le regaló una leve sonrisa. Excesivamente artificial y forzada, pensó él mientras la música no dejaba de fluir y penetrar en unos oídos atentos a todas las señales en forma de tono. En forma de palabras con mensaje.
No tardó en llegar el transbordo. Pueblo Nuevo, línea 5.
En la realidad el camino es corto. Cuando Borja caminaba y dejaba que las escaleras mecánicas le hicieran caminar, el camino no se acababa, pero tampoco la música.

Esperando la llegada de un nuevo vagón, una presencia familiar sobresaltó a Borja. Una de las caras que fugazmente vio en el andén frontal le resultó conocida. Más tarde, y con la reflexión hecha, Borja se daría cuenta que aquello que había visto, no era más que un deseo. Una de esas ocasiones en las que crees ver algo. Cuando sólo tienes a alguien en la cabeza y crees ver a ese alguien en cada lugar, a cada momento, en cualquier circunstancia. “No, no puede ser. La lógica no miente... pero ¿Y si algún día lo hiciera? ¿Qué pasaría? ¿Se podría ser sincero? ¿Tendría sentido esconder lo que ya es intuido? ¿Bastarían un par de miradas para confirmar lo sospechado?”
Todo esto se planteaba mentalmente Borja mientras esperaba, subía y descendía del vagón que le dejó en la estación de Suanzes. Al fin y al cabo, la música seguía sonando y no tenía mucho sentido detenerse allí... a no ser que dicha música muriera. Ocurrió.

Borja se detuvo mientras caminaba en dirección a las incesantes escaleras mecánicas. Bajó la mirada, enrolló los cables como de costumbre, sin ningún cuidado y cuando quiso alzar de nuevo la cabeza fue demasiado tarde para no advertir la presencia de una señal extraña. Borja sabía que aquello era una señal, ni como ni porqué, sabía que aquel mural de publicidad situado en la esquina del pasillo que daba al andén tenía un significado.
Aún hoy se pregunta quien coloca esas señales en su camino. Aún hoy cree que le están escribiendo el guión de una película de la que desconoce su desenlace. Aún hoy sigue pensando que merece la pena intentar descifrar los códigos y mensajes ocultos de la vida.

Borja tiene un problema. Un problema con nombre y lo que más le preocupa a él, con solución.
¿El nombre? ¿La solución? Le preocupa la solución. No hay nombre que no quede grabado para siempre en un corazón que tan lentamente palpita.

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