Más allá de las palabras

08 septiembre 2006

La tristeza de Marta (1)

La habitación a oscuras, tan solo iluminada por la luz de sus ojos. Húmedos por las lágrimas derramadas.
Marta estaba tumbada en la cama, boca arriba. Miraba hacia el techo buscando en él los caminos que había dejado atrás y que, según iba reflexionando: “Nunca debí haberlo hecho”

Hacía frío. A fuera el invierno anunciaba su llegada pero a ella eso no le importaba. Estaba desnuda, la persiana de la habitación ligeramente subida. La ventana abierta, dejaba pasar una gélida brisa de finales de Noviembre.

La ciudad no dormía. Marta tampoco. Y no era por falta de sueño, quizás fuera por exceso de sueños que siempre habían acabado igual; arrugados, olvidados, tirados en cualquier esquina de cualquier lugar.
No buscaba a nadie y sin embargo se buscaba a sí misma. Llevaba años fuera de su cueva pensando que encontraría en algún momento el tesoro en forma de persona que tanto había ansiado. Y regresó a su melancólico escondite, derrotada y desencantada.

Finalmente, Marta había perdido la ilusión. Desde aquél día nadie la ha vuelto a ver sonriendo. Jamás. Y es una verdadera pena, porque aquella sonrisa era el más puro reflejo de la felicidad de una pequeña adolescente. Ilusa y soñadora, como todas y todos lo somos en algún momento de nuestras vidas.

Se levantó de la cama apresuradamente. Iba al baño, en busca de un halo de agua que golpease su rostro. No quería dormir. “¿Para que dormir cuando lo único que consigues es ver los sueños que nunca lograras? se decía, intentando calmar la ansiedad que recorría su cuerpo indefenso, desnudo.
Con las yemas de sus dedos comenzó a recorrer las delgadas líneas de yeso, que en la pared del baño, separaban un azulejo de otro. Parecía como si también los azulejos intentasen compadecerse de ella, de sus males y su destino.
No podía resistir aquello por mucho más tiempo. Se metió de forma violenta en la ducha, rompiendo el majestuoso silencio de la noche. Giró ligeramente la rueda de agua fría y esta comenzó a caer lentamente, gota a gota.
Con los ojos cerrados fue dejando que el agua fluyera con más fuerza a cada instante, produciendo un sonido melódico y natural del que incluso el mismísimo Isaac Albéniz habría sentido envidia. Sana, como todos los genios.

Así estuvo Marta, bajo el agua fría, durante unos largos e intensos diez minutos. Sin mover un músculo de la cara, aguantando estoicamente el castigo que ella misma se estaba infligiendo. El agua resbalaba por la comisura de su boca, las curvas de sus mejillas, humedecía ligeramente su barbilla. Lo que quedaba, bajaba sigilosamente por su cuello. Las gotas perdían el rumbo. Algunas acababan perdidas en sus pechos, otras no morían ahí y seguían camino...

Eran cerca de las tres y media de la madrugada y Marta salía de la ducha. Su cuerpo estaba prácticamente seco. Sus ojos, húmedos.
Nada había cambiado. La tristeza seguía instalada en su oscura habitación.
Sin darle importancia a las horas que transcurrían, Marta se vistió y salió a la calle. Dando pequeños y silenciosos pasos salió a la calle. Esperó a que Tristeza, Melancolía, Desilusión y Agobio salieran junto a ella y se adentró en la leve ventisca que protegía a la noche.

-el llanero solitario

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